lunes, 7 de noviembre de 2016

Praga te espera...


Capítulo 3
“A Praga… ida”

Buenos Aires, martes 25 de junio de 1968.

Diario “La Prensa”. Despacho de Juan Carlos Pacheco.

Pacheco había mandado llamar a Alejandra. Alejandra estaba por retirarse a su casa ese día. Iría a beber algo por ahí, con Daniel. Pacheco no sabía cómo tomaría la noticia. Se hallaba sumido en un profundo dilema: no deseaba enviar a Alejandra a Praga. Pero lo habían presionado desde arriba y desde la SIDE. 

La oficina de Pacheco se ubicaba en el último piso. Ella, en cambio tenía su cuchitril en el primer subsuelo. No muy distante de las máquinas rotativas, que a veces la sacaban de quicio, lo cual no era una hazaña, sino un hábito. Tapada de recortes de noticias propias, lejanas, nuevas o vetustas, con polvo incluido y pinchadas en carteleras de corcho. Su escritorio era un asco, impresentable e irritante. A ella no le perturbaba su caos. “Es mi mugre y mi caos. Ellos y yo nos llevamos tan bien, que casi vamos de la manito como noviecitos…” – solía repetir a sus compañeros que la criticaban. Su “Lexikon 80”, a la que aporreaba con sus dos dedos, pues Alejandra no sabía escribir con los diez, de color marrón plateado, soportaba sus furias, cuando una nota no salía bien. O salía más o menos. Lo cual era más frecuente. Varias carpetas recalcitrantes disimulaban la panera. En ella cualquier papel de poca monta o un documento de altísima relevancia se codeaban palmo a palmo. La panera era como una caja de Pandora. Sobre esa caja de Pandora, un cadete, le había dejado el recado de Pacheco, para que ascendiera a la estratósfera del poder dentro del diario y fuera a hablar con él acerca de cierto asunto excepcional. A un costado del escritorio y algo tambaleante, un retrato de Daniel, manchado de café o de algo similar al café. Cada tanto lo miraba y lo tocaba, como sintiéndolo más cerca, que de tan cerca, estaría junto a ella o dentro de ella. En realidad, estaba adentro de su alma. Con o sin mancha de café. 

Mientras subía las coquetas escaleras de mármol de Carrara, adornada de orfebrería de otros tiempos, Alejandra cavilaba. “Saigón o Praga”, “Congo o México”… “Da igual, de algo hay que morir y que se vayan a la puta que los parió” – decía entre dientes. En el camino hacia el despacho del jefe máximo o casi máximo o casi jefe, se topó con Luis Alberto Paredes. Paredes era el encargado de noticias sociales, pero no de la “baja” sociedad, sino de la otra. Acostumbrado a fiestas, ágapes, presentaciones de libros que sólo los leerían los amigos de sus autores, tan antiperonistas como quienes los escribieron, sándwiches, saladitos y derivados y con suerte algún Dom Pérignon caído del cielo, como un maná, pero con sabrosas burbujas. Paredes hacía honor a su apellido. En su persona rebotaban de manera infructuosa, todos los insultos y puteadas por más que fuera un perfecto prototipo de alcahuete. En verdad rebotaban precisamente por ser un alcahuete y caradura. Para Paredes no había “compañeros”, sino, “escalones” a los cuales pisar para ascender, como quien salta en una cama elástica y así, algún día, ocupar el rivadaviano sillón de Pacheco. Paredes bajaba de las alturas y casi colisionó con Alejandra…

- Hola Ale, ¿cómo estás querida? – dijo con falsa amabilidad Paredes.
- No soy tu querida y ando para el orto – respondió Alejandra. 
- Siempre tan graciosa – disimuló desoírla Paredes.
- Graciosos son los monos. Si me querés llamar mona, hubieras sido más directo.
- Bueno Alejandrita, que termines bien el día…

“Alejandrita no me llama ni mi viejo, pelotudo”, - se alejó mascullando Alejandra.

"Alejandra en primavera", © Jorge Vai.
ISBN 978-987-33-5862-3







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