domingo, 10 de diciembre de 2023

La nada

"Qué es la nada. A veces imaginamos a la nada como a la oscuridad infinita. Otras, la imaginamos como un silencio sobrecargado de fantasmas provenientes de infiernos propios y ajenos. Los católicos creen que el infierno huele a azufre y está encendido por unos como leños eternos. Los ateos, son parcos, la definen como el no ser y ahí se detienen. ¿Y yo? Pues yo la ví. La tuve cara a cara. Pude tocarla, olerla, verla y hasta saborearla. Le hablé y ella, como era de esperarse ni se inmutó. Se limitó a dejarme hablar sola como quien se planta frente a un muro. Quizás la nada es eso. Un muro infranqueable. Y del otro lado del muro está el ser me dirá un filósofo de luenga barba y gafas..."


Y continué deambulando por esas calles desiertas que alguna vez albergaron la vida que ahora sólo albergaba nada. Viento que no sabía a viento. Murmullos que no eran tales, sólo producto de mi imaginación, como anhelando el sonido y sólo reverberaba el sonido del silencio, el silencio que desquicia. Las ausencias que desesperan. Y grité y grité hasta llorar, casi obligando a mis ojos a salir de sus órbitas, hinchando las venas de mi cuello, chorreando baba. Y la nada sólo me devolvía el eco. ¿A quién gritaba? A nadie. O a la nada. Pero ahí estaba, la nada misma riéndose de mí...

"Leticia"

JV - 2023 Todos los derechos reservados.

jueves, 30 de noviembre de 2023

Para usted, Lady Elbridge...

 


Emily había despertado con cierta inesperada placidez ese día, un buen día de primavera de esa primavera de septiembre de 1897. Era jueves y no un jueves cualquiera, pues era el baile de inauguración del Jockey Club de Buenos Aires y Emily no tenía demasiado interés en asistir a él. En realidad no tenía demasiado interés en nada o casi nada. Sus estados de ánimo concurrían a la perfección con las damas de su época. Abúlica de a ratos, soñadora, irritable, para luego descender nuevamente en la más profunda melancolía, que sería retratada por los poetas de esos tiempos. La amplia sala que era su dormitorio, daba al Río de la Plata, ese mismo río que la arrullaba en las noches de insomnio sin té de tilo. El dormitorio sobresalía de la construcción general de la casona, como una punta de lanza que desafiaba al manso estuario, como la torre de un castillo perdido en su Inglaterra natal. Una casona en las barrancas de San Isidro, que su esposo había comprado a una familia de aristócratas venidos a menos, luego de la grave crisis económica de 1890.

Lady Emily Vanessa Pendleton, baronesa de Elbridge, veinticinco años, casada con el capitán de la Armada Británica, Lord Thomas Reginald Clifford, Barón de Elbridge, desde los veinte, quien le había transmitido su título al contraer nupcias. No habían tenido hijos y sus familias comenzaban a preocuparse. Emily era hija de John Milford Pendleton y de Edna Gwendolyn Clarke del condado de Kent, nacida en 1872.

La familia Pendleton, una familia plebeya, aunque muy opulenta, vio con buenos ojos su boda con ese arrogante aristócrata ambicioso y trepador y no opusieron resistencia alguna a que su hija menor se mudara casi de inmediato de Kent a España a sus tiernos diecisiete años, en 1889, junto a su joven marido y su primer destino en la Marina, como comisionado especial en Gibraltar.

En España, aprendió a la perfección el idioma e intimó con esa extraña cultura mediterránea de aromas a calidez y sabores de besos prohibidos en danzas de cante jondo, que a ella le eran ajenas en su país y que le excitaban sobremanera a todas luces, a lo que a su esposo, le pareció simpático en un principio, aunque luego dudó en un mar de dudas acerca de su bella mujer.

Aquel jueves, era diáfano. Pocas nubes en el firmamento rioplatense. De alguna manera, presagiaban una noche inolvidable en el edificio de la calle Florida 571, que sería recordado por años. Thomas había sido nombrado miembro “honorario” del nuevo centro social de la aristocracia porteña, por su condición de súbdito de su Majestad y por su título nobiliario que encandilaba a la élite criolla.

La noche seguía su curso y Emily convocaba las atenciones de los caballeros aristócratas, quienes habían olvidado casi por completo a sus esposas, mientras éstas miraban de soslayo a la deseable noble inglesa. Por un momento, logró desembarazarse de los abejorros y tomó asiento cerca de uno de los balcones que daban a la calle Florida, mientras bebía un escocés con hielo, hecho en sí reservado para damas de excepción como ella. De pronto, como de la nada, surgió un camarero, quien le ofreció unos canapés de langostinos...

- ¿No gusta un canapé, “la señora”? – dijo el mozo de fina estampa.
- Para usted, Lady Elbridge – replicó Emily quien a esas alturas del convite no gozaba del mejor humor.
- Usted perdone, “Lady”, pero me encuentro en una república que no reconoce títulos de nobleza… - dijo impertinente el interlocutor.
- Dígame, ¿usted sabe con quién está hablando?
- Aparentemente con una aristócrata más de los que acá están congregados; ¿por qué lo pregunta “la señora”?
- Me gusta su desparpajo; ¿cuál es su nombre? y deduzco que será italiano o ibérico o algo así.
- Deduce bien la señora; mi nombre es Antonio Giovanni Di Paolo, nacido en este país, aunque mis padres son oriundos de Calabria.
- Estaba en la senda correcta, ya veo; y además de servir canapés de langostinos, en una fiesta de oligarcas nativos, ¿a qué se dedica Antonio? – preguntó Emily curiosa.
- Soy hijo de Giovanni Di Paolo, panadero; trabajo con mi padre unas doce horas al día, luego, acudo al comité, pero como sospechará poco tiempo puedo dedicarle a mis compañeros.
- Radicales…
- Sí, radicales, pero, en fin…
- No, no… no sea tímido; algo guarda bajo la manga Di Paolo, como el pintor de la escuela de Siena.
- La señora es una mujer culta, es verdad, mi padre se llama como el pintor, pero, por los caprichosos senderos de la historia, a uno le tocó ser un artista inmortal y a otro, un proletario, cuyo arte se basa en mezclar harinas, aguas y huevos.
- Me gustaría visitar la panadería de su padre, ¿tiene lápiz y papel? ¿sabe escribir?
- Sí, aquí tengo – dijo Antonio sonriendo.
- ¿Por qué sonríe?
- Porque se algo más que escribir, soy abogado…
- ¡Abogado! ¡Y sirve canapés de langostinos!
- Soy el abogado del sindicato de panaderos, señora; pero debo vivir también. No he nacido en cuna de oro. Debí estudiar con el sacrificio propio de mi padre.
- Aprecio su esfuerzo Antonio; pero no se deje confundir con mi título; es verdad que mi familia es rica, pero a los ojos de mi marido soy una plebeya que se casó por su título. Su arrogancia a veces me enferma.
- ¿Y por qué sigue casada con él? – preguntó inquisitivo Antonio.
- En verdad, no sé; fue un arreglo entre familias. No comprendo por qué le estoy narrando toda mi vida a un completo extraño, un abogado devenido en sirviente, que se dice radical, pero que intuyo que su radicalismo se inclina más a Kropotkin… ¿o me equivoco?
- Tal vez no, señora, con su permiso, voy a continuar con mis labores – dijo Antonio.
- Continúe con sus langostinos y vísceras de vacas argentinas. ¡Ah, lo olvidaba! Escriba la dirección de la panadería de su padre, por favor.
- Desconocía que los nobles solicitaran “por favor”.
- Veo que es tan irritante como mi marido, prejuicioso, soberbio y despectivo, la diferencia quizás radica en que usted se encuentra mirando hacia arriba y él hacia abajo – dijo ya más punzante Emily.
- “Los grandes sólo son grandes, porque nosotros estamos de rodillas” – contestó Antonio.
- Pierre – Joseph Proudon – dijo de manera escueta Emily.
- Ah, caramba, ¿los privilegiados también leen literatura para los desclasados? ¿O es una privilegiada arrepentida y con culpa?
- Algunos privilegiados no viven fuera del planeta tierra ni deambulan por tierras selenitas, algunos privilegiados desean conocer el mundo que los rodea, más allá de sus narices. ¿O acaso el hijo de Luis Sáenz Peña no piensa eso? Tengo entendido que piensa lanzar una reforma para que todo el mundo pueda participar en el sufragio (*).
- Hay personas que viven hacinadas en los conventillos de San Telmo y usted, noble señora, me viene con el sufragio universal, lo cual es un primer paso ineludible, claro está, pero que es apenas la punta del iceberg. Haga memoria y hasta podrá leer lo escrito por el representante de la iglesia, aliada indiscutida de las oligarquías y monopolios, cuando no está asociada con ellos, sobre la cuestión proletaria
- La “Rerum Novarum” de hace seis años…
- Sí. Le propondré algo noble señora: si usted lo desea puede presenciar una sesión del sindicato.
- Delo por hecho Antonio, me ha dejado impresionada un abogado que sirve langostinos de noche y que ejerce el oficio de leyes durante el día...


(*) Se refiere a la futura Ley Sánz Peña, de Roque Sánza Peña, sancionada en 1912 y que permitió a la Unión Cívica Radical, llevar al Sr. Hipólito Yrigoyen a la presidencia en 1916.

"Emily". Jorge Vai 2016. Todos los derechos reservados.-





lunes, 27 de noviembre de 2023

Lobos


 Cuándo se es verdugo,

siendo víctima…

Cuándo se es víctima,

siendo quien quita la vida.

 

La vida te la quitan

todos los días

quitándola a mordiscos.

 

Alguien en su miseria

te hace miserable.

te hace menos humano

te hace más loba.

 

Sólo si encuentras a tu

lobo que no es feroz

que te ama,

que te lame las heridas.

 

Sólo en ese momento,

un momento de magia,

un momento de pausa,

de oasis efímero,

te ves humana,

tan humana.

 

En ese momento,

te miras al espejo, cual

espejo roto, rota

y deshilachada,

pero el lobo,

que no es feroz

te dio un presente…

 

Te susurró al oído…

“Eres humana,

mi bella loba,

tan humana”…

 

Noelia García a Octavio…


"Noelia en su laberinto" - Jorge Vai - Amazon - Todos los derechos reservados.

Séneca y yo

 


Me encontraba bebiendo un café en el salón de oficiales de la base. Pero mi mente no se encontraba ahí. Como si me arropara una extraña neblina, mi viejo mentor romano apareció ante mí, quizás por arte de magia, quizás por obra y gracia de alguna reacción bioquímica de mi cerebro. Lucio Anneo Séneca había logrado su meta en mí. Lo imaginaba sentado a mi lado con sus túnicas de aristócrata romano, acariciando mi cabellera y dibujando una mueca como sonrisa poco solapada bajo la sombra de una parra de alguna villa de las afueras de la Roma imperial. 

Somos frágiles, ¿no es así? pregunté.

- Sí, mi niña, lo somos; más aún, frágiles y débiles. Nos procuramos títulos y honores y abandonamos la senda de la frugalidad espiritual con demasiado entusiasmo para colmarnos de placeres y objetos, la mayoría innecesarios para nuestra supervivencia; como si nos placiera el tenerlos y cuando los tenemos, continuamos viviendo esa quimera de vanidades, tan vacíos como al principio, sin percatarnos ni por un segundo, que todo es breve y pasajero y que sólo somos granos de arena de este monumental desierto llamado mundo.

- ¿Es vanidad sentirme diferente a los demás?

- No; porque los demás son diferentes a ti y ni siquiera lo saben y ni les importa; cada humano es único y su motor debería ser la búsqueda de la verdad a través de la razón. Tú la buscas. Sin vanidad y sabiendo que efímera eres. Tu vida un día se escurrirá y ¿qué quedará entonces? Tu recuerdo acerca de cómo escudriñaste en orden a hallar la verdad, el bien, la justicia, la belleza.

- Usted no podría pertenecer al siglo al  XXI…

- Siempre habrá quienes escojan el camino de piedras, áspero y difícil a las vías cómodas que conducen a Roma y tú, mi niña, eres de los primeros.

- Leticia, te dije buenas noches y permaneciste como absorta, como perdida ¿te sentís bien? – inquirió Pablo.

- ¿Eh? Ah… sí, disculpame, sólo recordaba a un viejo profesor de filosofía.

- Una oficial de la Fuerza Aérea filósofa, eso que es digno de verse.

-  Buenas noches Pablo…

-  Buenas noches, capitana dijo Pablo casi en un murmullo

"Leticia". Jorge Vai 2023 - Todos los derechos reservados.