1. Ella
Y ella llegó temprano a la cita. Una cita largamente esperada. Una espera tapizada de calles, callejones, avenidas, ciudades, pueblos y caseríos. Todo apuntaba a un encuentro con extrema ansiedad. Se verían las caras. Ella y él. Se mirarían a los ojos. Leerían esas miradas. Quizás, las desentrañarían. O quizás, no. Ella sólo sabía, que sólo él podía darle cierto sentido a lo que ella era. Cierto sentido. Probablemente no un sentido absoluto y completo. Como un sistema cerrado y concluido. Él no creía en esas cosas. Pero algunos interrogantes, plenos de dudas, desbordantes de noches de insomnio, de noches de rocíos casi imperceptibles, de noches de soledades notables, podía él responder. Bueno, eso pensaba ella, mientras un aroma a pan tostado invadía el ambiente de la confitería, combinado sabiamente con otro, pero de café, recién molido. El típico y agudo sonido a máquina express, le señalaba que su pedido pronto vendría a su mesa. Una mesa de madera, cubierta por los colores que predominaban en el ambiente: el rojo y el verde. Dando por momentos un aire tropical, un aire de un Caribe lejano, inimaginable en la melancólica Buenos Aires.
Las palabras. A veces están de más. A veces nos hacen falta. Las miradas. Nunca están de más y siempre nos hacen falta. Como esa presencia del otro. Que construye. Y que nos cubre con su humanidad. Y que nos gratifica. Y que nos angustia. Y que la necesitamos. Y que no podemos prescindir de ella. Y el otro puede ser otro un día, simplemente porque un día ya no lo miramos. Y nos parece tan extraño, tan ajeno. Como paradoja, quizás ése, tan extraño, seamos nosotros. Porque el otro nos falta. Como el aire. Como la vida – meditaba ella, al tiempo de beber su café cortado.
- ¿Espera a alguien? – pregunta el mozo.
- Sí – responde ella.
- Lo noté. Se la ve ansiosa, como nerviosa, como tratando de concentrarse en un punto y no lo logra y lo intenta y vuelve a fracasar. Tal vez esto sólo me parezca. Le ruego me disculpe si me considera un entrometido.
- No. No lo es. Es verdad lo que supuso… ¿Cómo se llama?
- Ramón…
- Mire Ramón, es altamente probable que ni usted ni yo tengamos vidas propias…
- ¿A qué se refiere señorita?
- Eso no importa mi estimado Ramón. Pero sí importa lo que finalmente creamos. ¿Usted cree en Dios?
- Sí, por supuesto. No voy a Misa seguido, pero… que ni tiempo tengo para eso… pero me dieron la Primera Comunión ¿sabe?
- Lo envidio Ramón. Le envidio su “por supuesto”…
- ¿Usted no es creyente?
- Solía serlo. Quería creer. Y alguien me hizo caminar. Y alguien me hizo creer en no creer o al menos, creer menos…
- ¿Entonces no cree en nada? – pregunta curioso Ramón –
- Justamente creo en algo… creo en este momento. En este segundo. Creo en usted… Ahora… ¿Puedo creer en el siguiente?
- El siguiente no existe aún…
- ¡Exacto! En el siguiente podríamos desaparecer…
- No me hago tantas preguntas señorita… Sólo sirvo café y cerveza todo el día.
- Lo entiendo Ramón. De alguna manera, eso lo salva…
- ¿De qué señorita?
- No importa de qué Ramón, pero lo salva…
Ramón la dejó con sus soliloquios. Sabía que debía dejarla a solas. En realidad, no a solas. Con ella y con su espera. Esa espera, que segundo tras segundo, se iba acortando. Se iba consumiendo, cual vela a través de las horas a deshoras. Y los cortados, no fueron uno o dos, quizás tres o cuatro.
Ella extrajo de su tradicional mochila, su tradicional libretita “piojosa”, como él la calificaba. Su libretita, color verde oscuro, con un guanaco, llama o algo así en la tapa, a manera de símbolo, algo desgastada en los bordes y en las puntas, con claros signos de usos y abusos, de manos y dedos presurosos por escribir aquello que ven, aquello que escuchan. Ensimismada, la sobresaltó un bocinazo y un golpe seco. “Colisionan dos autos: no hay heridos”, - dirá la nota de policiales de algún periódico de poca tirada. Luces azules titilantes y vigorosas. Las balizas de la Federal hicieron se presentación y el tejido social, seguiría como si nada, casi intacto, pues están “para proteger y servir”. Ella miró por la ventana que da a la calle Uriburu. Corrió el velo y el velo no era más un helecho ensortijado, endemoniadamente ensortijado, como selvático, como un consulado de la selva en la ciudad, otra selva. Y vio el incidente. Dos tipos agarrándose la cabeza. Pasándose las manos por sus cabezas, como si se tratara de la muerte súbita de un familiar directo. Pero no. Sólo dos autos que tenían un par de paragolpes rotos. Escena repetida: uno de los hombres de azul con handy en la mano, parloteando. Los tipos sobre el capot de uno de ellos anotando datos para el seguro. Hecho irrelevante. Común. Ella sonrió. Por la duda que todo ello le causaba…
"Nuevos caminos de Noelia"
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